ODA A LA HALLACA
Tengo un amigo que cada año me hace un regalo maravilloso: me lleva de viaje a un país que me tiene desatá. No sé si él lo sabe, pero espero este momento como el que entra en un lugar sagrado. El inicio del viaje empieza con una inmersión en agua salada; nada mejor para limpiar heridas y prepararte para lo nuevo. Después, atraviesas una selva llena de pieles de plátanos gigantes y en ese justo momento empieza la fiesta: un olor de tierra antigua, con toda su sabiduría y con toda la vida ahí dentro, te transporta a ese rincón del mundo que conserva los colores más limpios del planeta y yo los miro como si acabaran de estrenarse en mis pupilas, con la brillantez que da lo que está por descubrir y, saltando de uno a otro, me dejo envolver por todos los verdes que Dios creó y siento en mi piel los atardeceres naranjas y los cielos azules de la infancia, que bien dijo el poeta, y de ahí, me abro al sabor y mi lengua se estremece: se ensancha y juega con cada textura hasta que ya no puede más y entonces, arremete una y otra vez contra ese deleite que te lleva de la vida a la muerte en cada bocado. Ese regalo me salpica y me hace bailar, me llena de la espuma de un mar lejano que me susurra en verso y me canta directo al corazón cuando una añora lo que nunca ha vivido. Es un regalo chiquito que contiene en cada pliegue el tiempo, la paciencia, la alegría de sus gentes, la música... y cuando estoy ante él y lo saboreo es como regresar a una tierra que amo.
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