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divendres, 10 de juny del 2011

EN CADA LUGAR, EN CADA SONRISA





"El momento más oscuro de la noche es un instante antes de que salga el sol".

¿En qué lugar ponemos a los hijos en nuestras vidas? Sin duda alguna, bien arriba, arriando nuestras alegrías y nuestros desencuentros con el día a día y, sin embargo, hay algo desconcertante en todo ello que nutre insomnios y pensamientos vacuos, sobreprotecciones y sonrisas de café almidonado; contradicciones, temores, arrepentimientos, covardías secretas... Y es que creemos que hay tanto de nosotros en sus rostros, en sus gestos, que nos desbancan nada más nacer. Primero llegan y entronan el poder sin saberlo, sin creer aún que su llanto y su risa son el termostato de nuestras emociones, pero después cuando lo descubren, cuando se dan cuenta de dónde están y qué pueden hacer con nosotros, ya no hay vuelta atrás.

Ese momento maravilloso en que todo converge hacia las dos direcciones es el punto álgido, comparable sólo a la de un circuito que se retroalimenta y se expande. Pero llega un tiempo en que aquella criatura dulce y curiosa se va y ante tus ojos no queda más que una sombra de lo que fueras tú mismo. No se sabe bien, bien, cuándo sucede eso, pero un día, casi sin avisar, le miras a los ojos y ese niño que era ya no está: ya no reconoces ni su voz ni sus gestos en aquel otro cuerpo que recién ahora te das cuenta que se ha ido deshabitando poco a poco a pesar de tus resistencias y en su lugar ha aparecido un ser excepcional.

Quizás ese desvanecerse pasó en esos días en que miras su armario y no sabes distinguir qué es suyo y qué de los amigos. O quizás cuando al mirar su álbum de fotos apenas hay espacio para ti y compruebas que su mundo está lleno, por suerte, de otras personas con las que seguir aprendiendo. O también cuando ese beso, al llegar a casa, roza la mejilla a la escapada para que los olfatos no detecten nada sospechoso, o sientes esa voz que habla sin mirar porque sus dedos están en el más allá a través de sus portátiles, sus blackberrys o sus iPhons... mientras tú deambulas por una estratosfera sin vías de conexión y con muy pocas naves para aterrizar en los nuevos mundos.
Y es que de repente, cerrar la puerta de casa ya no significa nada, o por lo menos no significa esa paz buscada, ese recogimiento en un redil que tiempo atrás tenía cuerdas y límites. Ahora, no. Ahora el mundo de afuera también está dentro y te acribilla con sonidos, malhumores, alegrías o propuestas a tres mil revoluciones por segundo y con un total libre albedrío. Todo es cambiante según la tecla que toques y la respuesta que recibas y tu estás ahí, como una marioneta que no sabe hacia dónde moverse, esperando que te den vela en un entierro en que los papeles actuales son muy distintos de los que conocías. Y es ahora, sí, cuando ves cara a cara ese paso del tiempo y lo ves y lo sientes en el silencio que marca un tic-tac incierto, apasionante, nostálgico... pero también con una gran expectación por saber qué viene a continuación.

Entonces te miras a esa criatura y aunque te cuesta reconocer al niño que fue y contemplas con nosalgia a ese ser dulce y cariñoso que te observaba con esa candidez que tienen los ojos cuando se tropiezan por primera vez con las cosas, aceptas el juego de la vida y te enorgulleces de esas alas que ha ido tejiendo a lo largo de los años, no dejas de asombrarte, de ajustar continuamente las imágenes de la memoria y de preguntarte dónde está, dónde estás.

Ese tiempo que descorre las cortinas del encuentro y las cierra de manera voraz sigue ahí, haciéndose cómplice de un paso que no es más que un juego incierto. Pero toca mirar adelante, abrir espacios para tener todos cabida y aprovechar cada momento como si todo comenzara de nuevo.

Per al Gabriel i l'Helena

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