De día llevaba luto. Paseaba su dolor por todas partes; hasta haciendo la comida para sus hijos se ponía un delantal negro y cocinaba sin escuchar su programa de radio preferido a pesar de que esa costumbre la había mantenido desde que se casara con su marido, don Manuel Torres. Ahora, ya no. Todo cuanto hacía o decía remetía siempre al decálogo de la viuda perfecta, por lo que era la más admirada de entre todas las beatas.
Con ellas se pasaba largas tardes organizando y ayudando cualquier cosa que el cura de la parroquia les pidiera y con él siempre acababa llevándole unos roscos que le agradecía de forma muy especial y que ella le correspondía desde una sonrisa discreta y delicada con la que él tenía más que suficiente.
Poco se podía imaginar que llegado al punto de la media noche, esa sombra de dulzura que quedaba en su recuerdo se transformaba en el arma más voraz de todas las que podían transitar las calles de la ciudad. Enfundada en su traje especial recorría todos los rincones más insospechados en busca de depredadores humanos que estuvieran abusando de sus víctimas.
Había confeccionado una lista muy especial para seleccionar a sus futuros candidatos a morir. En ella cabían todas aquellas personas que suministraran a sus víctimas, aunque fuera en pequeñas dosis, pociones envenenadas y poderosas como la mentira, la arrogancia, la injusticia, la humillación... El goteo que llegaba de un día tras otro dejaba un poso profundo y negro de dolor, o de miedo, o de desilusión... con el que conseguían que su víctima se llegara a preguntar qué sentido tenía seguir viviendo.
Cuando esa demanda, en forma de plegaria, llegaba a través de las ondas silenciosas a la viuda, ella con sus poderes especiales, ejercía la justicia con tal firmeza que no había lugar al error. A veces llegaba rápida como un oleaje repentino y se producía un paro cardíaco durante la noche, cuando el depredador dormía; otras, la justicia iba llegando a través de las dosis exactas de cianuro, mientras la viuda escuchaba su programa preferido en la radio, tal y como le ocurrió a don Manuel Torres.
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