Mi bisabuela, que era una mujer enjuta y sabia, decía: "casa, la que veas; tierra, la que quepas" y esta noche, con las toneladas de palabras que pesan sobre mi espalda, pienso en lo liviano que trae la brisa para desaparecer unos instantes sin que nada pese sobre mi. Y me transporta suavemente por la superficie del mar, allá donde el cormorán despliega sus alas cada mañana: en la roca descansadora, o en les tres Maries, o en mi balcón particular rumbo a les Formigues. Esa brisa vespertina está aquí y me lleva de un lado para otro sin que mis músculos noten su presencia. Es suave como el movimiento de las olas y me dejo balancear sin más quehacer que flotar sobre sus brazos azules.
De regreso por los cauces que dejan las rocas al descubierto, asoman las garras del mañana inmediato. Un segundo para respirar ante la bocanada de aire que sube hasta las nubes y ahoga el cielo sin temor a las represalias. Aquí estoy, dice el relámpago, acallado por el furor de las aguas vaporosas. Y la superficie salada, que hasta entonces se mostraba plácida, despliega sus crestas salvajes y arrasa con el horizonte tibio de las mañanas que aparecen con esa luz que da a entender que este día, que aún no conocemos, es el primero.
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