Cuentan que una noche silenciosa, sin más brisa que el aliento del futuro difunto, los cauces del río cambiaron de rumbo sólo para no romper la callada monotonía que se había instalado en la casa plateada.
Toda la noche fue la representación de un fresco inmóbil: el cuerpo casi inerte sobre la cama, con su traje azul marino y sus zapatos recién betumados y cepillados hasta sacar el mejor brillo de la noche. En la sala contigua, la mujer, la cuñada, el hermano, los hijos con sus mujeres, las cuatro vecinas y Martinica, la vecina del piso de al lado, casi de la familia, que no paraba de mirar el reloj.
Las horas repicaban en su muñeca sin que nadie se percatara de su impaciencia, hasta que al abrir el día, el picaporte trajo lo inesperado. Martinica saltó de la silla y abrió la puerta. Una mujer de unos cincuenta años entró decidida y se fue directa a la habitación como si viniera a practicar una operación a corazón abierto.
Se sentó al lado del hombre moribundo y sacó una carta del bolso que leyó a continuación ante la escucha de todos.
Querido Andrés:
Nunca creí que algún día podría escribir estas palabras. He pasado parte de mi vida creyendo que ya no existías, que el tiempo se había encargado de cerrar una puerta que sellaba una historia dulce e ingenua como las que escriben los quince años. Créeme que jamás pensé que después de tanto tiempo, y postrada en mi sillón, podría sentir un llamado para el último deseo de Andrés Hurtado. ¿Puedes imaginarte qué suposo para mi escuchar mi nombre en la pantalla de mi televisor, hablando de nuestra adolescencia, corriendo por la plaza del pueblo, yendo y viniendo del mas de la Lola o de la bassa del Tonet... ? Dí por hecho que me estaba volviendo loca. Suerte que ahí estaba mi hija. Fue ella la que me hizo ver que todo lo que esa persona estaba explicando tenía que ver con una historia que yo le había confesado cuando se había convertido en una moza hecha y derecha. Te voy a explicar la historia de mi gran amor, recuerdo que le dije. Y ella no paraba de pedirme que le añadiera siempre algo más. Así que cuando aquella mujer, que supongo que sería algún pariente, empezó a hablar de ese universo olvidado, mi hija no tuvo ninguna duda que la mujer que estaba buscando era yo misma. El llamado era tan claro como triste: la última voluntad de Andrés Hurtado es volver a encontrar ese amor de juventud y pedir perdón por haber marchado del pueblo en búsqueda de un futuro más pròspero que nadie, por ese tiempo, sabía dónde encontrar.
Creí que estabas muerto. Creí que tus andanzas por esos mundo de dios se te habían llevado al lugar de donde no se regresa. O quizás eso quise creer para no volverme loca. Te quería tanto. Cuando se tienen quince años y todo está por descubrir, el amor es una pócima que envenena los sentidos.
Espera, no quería decir esto. No quisiera que mis palabras dieran a entender que llevan consigo algún reproche... Nada más lejos. El breve espacio que ocupaste de mi vida ha sido importante y me dio alas para buscar otros amores y para cuidarme y cuidar de Andrea, nuestra hija. Ahora ya lo sabes. Sé que es la historia de siempre, y si te la explico ahora es sencillamente porque no tuve ocasión en todos estos años.
Espero que hayas sido feliz y...
No pudo acabar de leer la carta. Andrés le cogió la mano con las últimas fuerzas que les quedaban y dejó que su mirada sorprendida contemplara a aquella mujer, que recién había tomado una identidad inesperada, como el que mira el mundo con el ansia que da el tiempo prescrito.
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