Se hacía tarde en la aldea. El campanario había cesado con el repicar de las campanas vespertinas. la taberna de Ramón recogía los últimos vestigios del ser humano en forma de culos de vaso apurados como el que quiere llevarse la vida a sorbos continuos. Mariquita, la peluquera, recogía deseos perdidos por sus clientas en colores de mentira y en rulos y grapas que tenían las horas contadas... los dos, por separado, regresaban a sus puertas conocidas, al cerrojo de sus males secretos. Un cruzar discreto con sus buenas noches era el último atisbo para compartir ante la pantalla que está a punto de proyectar los mayores largometrajes.
En ese otro lado del escenario, abre la puerta Ramon, que después de horas y horas de saltear obstàculos desde la otra barra del mar, ahora se encuentra frente a frente con su hija, postrada en la cama de por vida. Después de darle la cena, ahí está él con él. Hay más vacío para llenar, parece preguntar a un interlocutor inexistente. Un vaso de vino tras otro enlaza los minutos como fugas sin rumbo. En algún momento, perdido ante la inmensidad del abismo, cierra la ventana y cierra la noche silenciosa que aparece con pies de gato para no hacer ruido.
Mariquita entra en casa. No piensa, sólo hace. Sigue con su quehacer continuo, acelerado, no mira más allá de sus manos siempre en movimiento. Su mente está lejos de todo lo que mira, oye o hace. El corazón paralizado no delata ninguna alarma. Todo está en orden: su marido, sus hijos, su hogar... Un lugar para adormecer el eternecedor ocaso de sus días. Sólo en el sueño, Mariquita siente el extraño caso del sobrevenir del mundo. Sólo en el sueño se ha visto a si misma y ha sentido un agujero en el estómago. Sin aire para seguir respirando, se ha despertado una y un millón de veces. Empapada en llanto seco, conecta la respiración asistida para no sucumbir ante la derrota anunciada de la vida. Qué puede hacer, se pregunta, sin ver más allá de la ventana que tiene los porticones cerrados. Alarma silenciosa que, como la carcoma, vacía por dentro sin dejar rastro de lo que devora.
Quizás, si hubieran abierto la ventana, hubieran visto la luna redonda. Redonda como los círculos que transitamos sin saber. Redonda como los ojos que se abren ante lo nuevo e ilumina el mar plateado que inunda el mundo como el único lugar lleno de secretos, lleno de melancolías que vuelven a ti como las olas, lleno de olor a sal como bálsamo para el frío que extiende las gotas del desànimo. Redonda como un milagro ausente que está ahí para hacer sentir la melodía de las auroras celestes.
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