Las imágenes de Dulce pájaro de juventud centelleaban entre los cristales de la casita verde, que daban a la calle. No sabemos qué hizo detener el vagar del joven dirigiendo su atención ante la pantalla como si un imán lo hubiera clavado en el suelo. Quizás fuera ese mar secreto que le salpicaba a los ojos como otro mar que acababa de dejar o quizás el desasosiego de un tiempo incierto enmarcando la frase repetitiva "háblale de mí". El caso es que pasaron metros y metros de filmación y seguía allí, afianzado en la acera, mirando la película en silencio, sin más refugio que el marco de la ventana.
Al otro lado, en el interior de esa casita verde, desde un sillón raído, otra mirada también seguía los movimientos de los protagonistas. De repente, en una de las secuencias, una nostalgia antigua se avecinó sobre su garganta dejándola tan vacía como el hueco que hace un meterito al caer sobre la Tierra. María, con toda su vejez a cuestas, sentía que cuánto más allá intentaba llevar el aire a sus pulmones, más honda era la sensación de vacío. En su pantalla personal se avivaban otras escenas de olvidos forzados que no tuvieron la oportunidad de reencontrarse como el de la pareja de ficción que, tras años de espera y dolor, con las ilusiones esparcidas, la vida reúne lo que queda de ellos y pueden, por fin, tomar uno del otro.
Fue llegando a ese final triunfal del celuloide cuando, instintivamente, la mujer alzó sus ojos mustios, que lloraban sin lágrimas, y vio al muchacho. Justo en ese choque de mundos tan dispares, pasó que las miradas rescataron palpitares aún vivos y a través de la viveza que le ofrecía ese ser extraño reconoció su juventud y un tiempo, bien lejano, en que todo se le antojaba posible e infinito.
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