De todos los días que le ofrecieron para vivir, eligió el miércoles. Al principio fue una decisión puramente casual o instintiva, quizás llevada por la idea cautivadora de estar en la mitad de la semana, pero sin llegar a representar esa simetría exacta que simboliza el jueves que, dicho sea de paso, pensaba ella, ya tenía bastante con conseguir que todo el mundo le tuviera en la boca, incluso con una dicha popular. El miércoles, no, y eso, entre otras cosas, es lo que más le gustó. Además, se decía a sí misma, lo valoraba también, porque él decora ese medio ecuador de una dedicación que empieza con pereza el lunes, tan devastador de realidades, y que siguen arrastrándose hasta el martes. El miércoles, seguía pensando en voz alta, tampoco comparte esa vanidad del viernes de creerse algo especial por estar en el punto exacto en el que todo empieza. Y qué decir, añadió, del sábado y el domingo... parece que sólo ellos tengan el mérito del descanso y el placer. Así que entre tanta reflexión no tardó casi nada en comprobar que su elección había sido la acertada: un día salió a la calle y se lo encontró de cara, así, como es él porque al contrario de otros días de la semana, el miércoles lo encuentras casi sin darte cuenta y, con esa dulzura que llevan las sorpresas que se permiten aparecer sin más, le fue mostrando la discreción de los sueños que se van tejiendo poco a poco sin saber hacia donde te llevan... y le dejó ese sabor de tiempo infinito que facilita seguir girando la rueda de la fortuna con algo más que esperanza.
Desde entonces, vive los mejores miércoles que se han fabricado jamás, aunque no descarta compincharse con otros días y hacer de miércoles un estado permanente de descubrimientos.
Desde entonces, vive los mejores miércoles que se han fabricado jamás, aunque no descarta compincharse con otros días y hacer de miércoles un estado permanente de descubrimientos.
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