De bien chiquita, cuando mis tías se reunían en la cocina a fregar montañas de platos y cacharros después de la comida familiar, siempre las escuchaba susurrar entre ellas alguna queja que acababa con una frase que tenía que ver con la idea de que el amor mata. Te mata y te remata, decían, y si no te mata, te envenena hasta morir de pena o de ausencia.
Así que nada más poner los pies en el suelo y estirar mi cuerpo más allá del metro y medio, cuando mi naturaleza precoz me dio permiso para prodigarme en temas amorosos, empezaron a sucederse situaciones de toda índole: a veces, esos amores a punto de ser estrenados, los perdía por el camino, otras -casi siempre- abrian brechas que iban directas al corazón y lo nutrían de colores nuevos y de formas hasta entonces impensables y desconocidas.
Ya iba yo prodigándome, digo, y esperando, con tantas luces y sombras que ya veía, que en cualquier momento me llegara la muerte, tal y como me habían vaticinado mis tías, que en cuanto un amor llegaba al final del trayecto y decía se acabó, ya no puedo más, una fuerza extraña me escupía de allí, como si alguien hubiera dejado la puerta abierta. Las primeras veces, la sensación de vértigo era inaguantable y era entonces que me decía: ahora, es ahora cuando me muero de amor. Pero algo pasaba dentro de mi, un impulso quizás, que me llevaba a dar un paso adelante. Yo no quería. Por no querer, no quería ni querer no darlo, pero lo daba y entonces ocurría algo asombroso: ante mis ojos, aparecía otra puerta abierta. Nunca había imaginado que eso pudiera ocurrir. Al contrario: si alguien me hubiera jurado que iba a encontrar una puerta abierta, le hubiera tachado de iluso, de mequetrefe o de algo por el estilo. Pero el caso es que siempre aparecía y lo mejor es que no sólo aparecía la puerta, sino una sonrisa debajo de unos ojos expectantes que me hacían mirarles fijamente y olvidarme de todo. Eso era lo mejor.
Los que dicen que enamorarse es algo así como padecer un alelamiento pasajero, no saben la naturaleza real de tal sentimiento. No hay casualidad más centelleante que la que hace sumas y multiplicaciones de un encuentro inesperado, encontrado, deseado... y que atrae consigo luces y sombras que a veces florecen en bolsillos sin fondo, en zapatos olvidados, en nubes pasajeras o en hornos que cuecen panes que huelen a la siega recién hecha.
Y todo esto me lo hubiera perdido si hubiera seguido ahí, retorciendo una y otra vez el camino que no lleva a ninguna parte, esperando el final del que tanto había escuchado hablar. Sin embargo, ese impulso natural, instintivo, de supervivencia activa... aparecía siempre como mi mejor héroe y me ahuyentaba las soledades, las melancolías y la desgana de quedarme muerta.
En lugar de morirme, el nuevo amor me mecía en una mano grande y cálida donde reposar las espaldas cada vez más cargadas y me enseñaba otro mundo ligero y palpitante como los columpios que aceleran la bajada cuanto más los impulsas.
Así, pues, en una ocasión aparecieron los paseos y los cines que llenaban de besos cada parálisis de la manecilla segundera. En otra, los poemas cantados con aquella voz de madera que resonaba en mi interior como un pálpito más. Y si me hubiera dejado morir de amor, no hubiera conocido el fondo de un mar desconocido con la luna abriendo camino. O los susurros cercanos de aquellos abrazos matutinos. O los besos robados en el Zeleste. Y más allá del tiempo, si me hubiera dejado morir de amor, no hubiera vuelto a dar la vuelta a mi corazón sintiendo su mano en mi cintura, o no hubiera sentido de nuevo la certeza, como dice Silvio, de verte y de saber que te conozco desde siempre.
Pero quizás lo mejor de haber dejado pasar los abismos sin irme detrás de ellos, lo mejor de haber dejado entrar nuevos suspiros con quienes inventar otras historias, ha sido comprobar que de amor uno no se muere, como decían mis tías. En realidad, el amor es una jarra que se llena y se vacía como un movimiento natural e intrínseco en él. Pero lo que sí es necesario para que eso ocurra y esa jarra siga su proceso es que no esté resquebrajada y, justo eso, no resquebrajarme es lo que más me ha enseñado ese ir y venir de sus cielos a los míos.
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