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dilluns, 16 d’abril del 2012
EL GIGANTE DE LAS BOTAS DE SIETE LEGUAS
Golpearon la puerta con una fuerza tan estrepitosa que hasta el marco se desencajó. Al otro lado, lo primero que se vio fue una mano monstruosa que aguantaba el picaporte enganchado a un trozo de madera que ahora más bien parecía una balsa.
-He venido a recuperar mis botas de siete leguas -gritó el gigante muy enfadado.
Pero nadie le contestó.
-Pulgarcitoooooooooo!!! -gritó aún más fuerte el gigante-. Sé que estás ahí. Maldito renacuajo. Sal inmediatamente o voy a destrozar todas las puertas de la casa -amenazaba mientras abría unas y otras buscando por todas partes como quien intenta escapar de una catástrofe.
-¿Me buscas a mi? -oyó que le decía una voz que provenía del interior oscuro de una de las habitaciones.
El gigante se quedó inmóvil. Esa no era la voz de Pulgarcito.
-Pasa, querido, no te quedes en la puerta, que hay corriente.
Entró. ¿Qué otra cosa podía hacer? La oscuridad todavía no le permitía distinguir la procedencia de esa voz que no por desconocida era menos seductora. Obediente, pues, dio unos pasos hacia el interior y entonces alguien encendió una vela.
-Hola, mi amor, que bueno que viniste.
Un cuerpo semidesnudo posaba para él. A medida que fue acostumbrándose a la tenue luz distinguió la figura de una mujer. Era enorme. Tanto o más voluminosa que él. Tenía una melena larga y sedosa. Unas manos delicadas que acariciaban racimos de uva y que sin darse cuenta, clinc! arrancaba y se los llevaba a una boca roja y de labios bien dibujados como si fueran la ilustración de un cuento.
Siguió observando ese cuerpo armónico hasta que se dio cuenta que sólo tenía un ojo. Era una cíclope. Jamás había tenido ocasión de estar con ninguna y eso que siempre había escuchado decir que eran unas criaturas fogosas y grandes expertas en juegos amorosos.
-Buscaba... busco a Pulgarcito -le intentó explicar no sin cierto nerviosismo-. Se llevó mis botas y quería recuperarlas.
-Debe de ser aquel niño diminuto con quien hice el intercambio de casas para pasar estas vacaciones -le aclaró la cíclope mientras le cogía de la mano y lo atraía hacia ella.
-¿Qué intercambio? -preguntó el gigante contrariado-. ¿Me estás diciendo que no está?
-Ay, que pesadito eres -le reprimió con cariño-. No, no está.
-¿Así que no está? -le volvió a preguntar incrédulo.
-Y dale! De todos los gigantes que hay en los cuentos, me tenía que tocar el más tonto -se dijo a si misma, desesperada.
-Yo quiero mis botas -insistía entre gemidos y pataletas-. ¿Por qué no está aquí?
-Yo te explico -la cíclope, muy paciente, le abrazó para consolarle-. Verás, Parece ser que a Pulgarcito y a su familia le hacía mucha ilusión conocer las islas griegas.
-¿Las islas griegas? -preguntó sollozando.
-Sí, sí, las islas griegas -aclaró resoplando-. Yo soy de allí, ¿sabes?
-No, no lo sabía -contestó recuperando cierta normalidad.
-Pensé que al verme sólo un ojo, ya lo habías deducido -le hizo un guiño.
-Bueno, ahora que lo mencionas... -le sonrió-. Y ¿qué te trae a ti por aquí? -le preguntó curioso.
-Verás, desde que Polifemo se quedó ciego, Polifemo es mi marido -le aclaró- y le dio por dedicarse a la meditación, me aburría tanto, que me hice socia de esos grupos de intercambios de casas... y bueno... fue ahí donde conocí a Pulgarcito y... aquí estoy.
Hubo un silencio. Y hubieron unas miradas´expectantes, que conectaron con un deseo que fue aumentando a medida que el tiempo echó rumbo. Entonces el gigante preguntó:
-¿Cuánto días tenemos?
-Toda una eternidad.
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