Dicen que un día ese ser con las manos abiertas y el corazón amoratado pisó el purgatorio con la intención de quedarse y le dijeron que aquél no era su sitio, que no tenía lugar por su determinación en los valores injustos. Así que se fue al infierno y volvió a coincidir con la mirada desinfectante del guardia del pasillo que le dijo que no había suficiente maldad en su lengua y en sus actos para encontrarse entre los elegidos, y otra vez volvió a coger el portante y se fue para el cielo, pero tampoco allí encontró su lugar puesto que no tenía bastante hendidumbre en la barba ni en los epitafios de su almorada para merecer un sitio de honor. De manera que preguntó a las buenas almas que rodeaban la puerta de don Pedro que dónde podía descansar su desasosiego y le dijeron que aunque lo había intentado con todas sus fuerzas, él no era de este mundo. que su amor y su letargo tendrían que esperar nuevos momentos en que la ósmosis universal lo hicieran posible. Resignado en su nuevo quehacer, dejó pasar cien crecidas de barbas y entonces enredándose en si mismo, se hizo hiedra para escalar los límites más altos de una vida que aún no había llegado para él. Pasó el tiempo, más aún, y una mañana soleada de mayo se posó en una hoja suya un pájaro cantor que apoyándose en su relieve encontró un lugar en donde estar y ser. Fue entonces, como si hubiera recibido una señal divina, cuando se dio cuenta de que su lugar en el mundo era invisible a los ojos de la mayoría de las personas; personas que ponen sus pasos en las huellas que han dejado otros, como él, como tantos seres invisibles, que se creen o les hacen creer que vagan sin tener lugar y sin embargo son imprescindibles para inventar caminos que llevan a la aventura de lo nuevo.
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