Se miraron y la atracción tardó breves milésimas en coronar sus pupilas y hacerlas chispear. A partir de ese instante, se juraron amor eterno, confianza total, verdad absoluta y un montón de buenos propósitos para no caer en los abismos del olvido.
Una noche cualquiera, en una de esas muestras de incondicionalidad, ella le abrió su corazón de par en par y lo estrujó en palabras. A medida que se deslizaban por su boca, él, al oírlas, sentía que encharcaban su saliva, se obturaban en su garganta y de ahí se esparcían por la sala haciendo el aire irrespirable. Al cabo de pocos minutos no tenía dudas de que sus orejas habían empequeñecido mientras sus órbitas no paraban de aumentar ante tanto carrusel de historias. Observaba de un lado para otro buscando los límites que tanto necesitaba , pero aquel espacio no paraba de llenarse más y más por sus palabras. Y él la miraba y no salía de su asombro: cómo podía llevar guardadas tantas cosas ahí dentro, se repetía una y otra vez.
La muchacha seguía echando efluvios verbales y su cuerpo estaba a punto de partirse en dos por la presión que ejercía el corazón al abrirse tanto. Él quería corresponderle y hacer acopio de esa confianza en la que habían sellado su amor, y con todo empeño, puso su mano sudorosa en su corazón, que apenas latía ya. Entonces llegó armado, como unas valquirias, un nuevo ejército de palabras y arremetió directamente contra el centro de su pálpito. Él luchó con todas sus fuerzas para recuperar su vida. Lo hizo como siempre: huyendo.
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