Lucrecia vivía en la entrada del pueblo más alejado de Amenarca, una zona turística muy conocida y concurrida por visitantes de todas partes. El pueblo de Lucrecia, en cambio, era normalito, pero algo había en esas carreteras o en los mapas que las anunciaban que las personas que llegaban a esos parajes en busca de la cultura y la gastronomía de Amenarca se perdían siempre. Y Lucrecia, una mujer activa que tanto se ponía a pintar como a barrer su puerta, estaba ahí, cuando alguien la necesitaba.
Eso pasaba cada sábado y domingo y fiestas de guardar -y las que no se guardan, también-. Y como el vigía que está bien situado, Lucrecia atendía todas las consultas orientativas que alguien de su rango podía dar.
Al principio era una orientación hecha a raja tabla, pero cuando los tambores de la crisis empezaron a resonar por los bares y plazas de su pueblo, Lucrecia, a la chita callando tomó una decisión inteligente: sería la economista intitulada de su comunidad.
Así, libreta en mano para no errar en las reparticiones, a la que alguna familia turista, harta de dar vueltas con el coche y de soportar el graznido de los pequeños, preguntaba por algún lugar donde comer, ella los distribuía de manera equitativa por los tres restaurantes del pueblo. Que lo que querían era comprar algún producto típico de la zona, tenían el colmado de doña Tomasa y la panadería de Pepe para satisfacer sus paladares lascivos. Si por el contrario lo que deseaban encontrar es algún resquicio de cultura primitiva, los enviaba a las cuevas que había al lado del río y les hacía hincapié sobre la misa de las doce, imprescindible la asistencia, como mensaje más cercano a la tradición oral de antaño.
El tiempo fue pasando y a pesar de que lo que se avecinaba no alentaba a los vecinos a sentirse tranquilos, Lucrecia siempre sabía repartir equitativamente los beneficios que podían dejar los visitantes para que todo el mundo de su pueblo tuviera sus ingresos asegurados y que nadie notara que el mundo se había vuelto loco y desaprensivo. Era una tarea llevada a cabo con tanta sutileza que no cabía la sospecha ni el asombro. Para ella resultaba tan fácil como dejar pasar el aire por los pulmones, como desviar el rumbo cuando te viene un coche de cara, como tender la mano cuando alguien cae a tu lado... como hacer las cosas con todo el sentido común que aún habitaba en su mundo.
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