-Tú, el de la acera de enfrente, ¿no me oyes?
Ella se giró por mimetismo y se quedó mirando al chico que le había llamado la atención. Con un gesto interrogativo, se llevó la mano hacia el pecho y se autoseñaló con el dedo índice.
-Sí, sí, a tí te digo. Que vengas -le articuló con contundencia en la voz y la mano.
Cruzó la calle con ganas de aclarar esa confusión (porque seguro que lo era) y seguir su camino.
-¿Qué pasa, chaval? ¿Estamos un poco sordos o es que ya no me reconoces?
La muchacha no salía de su asombro. Una de dos: o estaba chiflado o le estaba tomando el pelo o... Se quedó pensativa unos segundos, suficientes para entrar en un laberinto de preguntas y fue entonces que entre las dudas, aceptó la posibilidad de que quizás la conociera, pero ¿por qué se dirigía a ella como si fuera un chico?
-A ver si espavilas que llevamos aquí mucho rato y a mi se me están ya poniendo la orejillas pequeñas con tanto ruido. ¿Has visto a los otros?
Esto iba de mal en peor. En mala hora había cruzado la calle y se había dejado llevar por los buenos modales. Estaba a punto de decirle cuatro cosas cuando él la cogió del brazo.
-Hay que darse prisa o se irán sin nosotros.
En ese momento apareció otra chica con aire de urgencia y se dirigió hacia ellos.
-Estamos todos en la otra esquina, esperándoos -dijo la recién llegada-. Adelántate y diles que en seguida llegamos.
Las dos muchachas se miraron. Una con cara de aún más confusión y un poco de miedo al ver que eran ya dos los locos con los que se acababa de cruzar en el camino, la otra no entendía qué había pasado, pero le costaba reconocer a su pareja bajo esa apariencia de mujer. No paraba de mirarle y sin más dilación, comenzó a pasarle la mano por la cara, por el pecho... Quería comprobar si era verdad lo que veía a simple vista, pero la otra muchacha no pudo contenerse y le dio un tortazo.
Fue entontes cuando se dio cuenta que no llevaba el mismo calzado con el que habían salido de casa para iniciar esa aventura en el tiempo.
-Pero ¿qué has hecho, insensato? ¿Dónde has metido los zapatos? Nos dijeron que no podíamos quitárnoslos por nada del mundo.
Empezó a maldecirlo con la mandíbula pegada con la fuerza que da la rabia y el miedo, al mismo tiempo que le iba empujando hacia la esquina de la calle mientras la otra muchacha se sentía agredida e intentaba zafarse de su brazo rígido. No le cabía ninguna duda: ésa también estaba loca. ¿Qué se inventaba de los zapatos? Tenía que escaparse como fuera o encontrar un policía.
No le costó mucho llamar la atención de un agente que hacía su recorrido por esa zona. En cuanto el guardia apareció en escena, la forastera no tuvo otra opción que acelerar el paso hacia la esquina donde aguardaban los demás.
-Estás cometiendo un gran error -le gritaba con toda su pena-. Ven conmigo, por favor. No me hagas esto. Busca los zapatos y vuelve. Amiel! No podré seguir sin ti.
Desapareció en la esquina y todo volvió a la normalidad. El agente atendió a la muchacha que seguía contrariada. Le ofreció acompañarla a algún sitio hasta que se recuperara. Se marcharon de allí tranquilamente al mismo tiempo que él le comentaba mientras tomaban un zumo de mango que cada vez se encuentran con más casos de personas que pierden la chaveta.
Al salir del bar, se despidieron. Seguía confusa, pero no quiso darle mayor importancia. Lo cierto es que no se acordaba de nada: no sabía ni dónde vivía, ni quién era, ni en qué ocupar su tiempo. Si intentaba pensar en algún momento de su vida, todo su panel de imágenes lo tenía vacío. Estaba empezando a preocuparse cuando se encontró delante de una zapatería y la reconoció: había entrado unos momentos antes a comprarse unos zapatos. Siempre le habían gustado los zapatos de mujer, con un tacón bien alto.
Ella aún no lo sabía, pero ese iba a ser el primer recuerdo de su nueva vida.
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