En el último año de su vida había tenido que frecuentar más de lo deseado el servicio de urgencias del hospital de su pueblo, pero aquella tarde poco se podía imaginar que todo iba a ser distinto.
Llegó tranquilamente y como era habitual entre sus gentes, en la sala de espera en seguida se preocuparon de su estado como lo hacían siempre con cualquiera que coincidieran. Allí lo único que tenía aspecto de hospital era el color de las paredes y el uniforme del personal sanitario porque sentados en esos asientos ortopédicos, las personas que esperaban visitarse se relacionaban unas con otras desde la amabilidad y el interés por el prójimo lo que convertía ese lugar en un espacio cálido y cercano que hacía más llevadera la incertidumbre del dolor y, sobretodo, la de la vida y más cuando se tienen casi ochenta años. Ay, esos dichosos achaques que van acordonando zonas del cuerpo por donde cada vez es más difícil transitar. Así se sentía Tomás y así le explicaba a sus vecinos y a su médico, con esa naturalidad de quien hace tiempo que siente la cuenta atrás y ha aceptado tranquilamente su partida, que no temía a la muerte.
Lucía tenía otra historia: su cuerpo había aprendido a aferrarse a la vida desde bien joven, cuando una enfermedad temprana y fiel a su designio le había puesto ante si un pulso que ella insistía en derribar con ahínco y temple. Su pequeño david le había permitido vencer demasiados goliats, y aunque su cuerpo mostraba el paso de los años, su ánimo parecía inmortal.
El caso es que esa tarde en que todo empieza, Tomás y Lucía coincidieron en esa sala de espera. Unos intercambios de diálogos con miradas y sonrisas fueron suficientes para marcar un antes y un después en sus vidas. Allí se encontraron la soledad que traían cada uno de sus respectivas casas, una vez que los hijos se habían convertido en seres que ves como les aparecen las primeras canas y arrugas a través de fotografías y ese mirarse en el mismo océano fue suficiente para creer que se conocían desde siempre y decidir repetir sus encuentros.
A partir de ese momento, cada tarde se reunían en la sala de espera. El pretexto era la visita que debían hacerse por alguna que otra urgencia, pero lo cierto era que se estaban acostumbrando a su latir suave que gondoleaba un hablar pausado y una escucha entregada. Sin prisas para llegar a ninguna parte, incorporaron a su lentitud algún termo con yerbas para pasar el rato, o un pastel de manzana con poquito azúcar... Que extraño se hacía estar merendando en la sala de espera de un servicio de urgencias, pero qué importaba nada cuando todo surge desde la sencillez de quien toma la vida tal y como ésta se da.
Pasaron algún tiempo así, a veces, incluso, sin llegar a entrar a visitarse, cambiando la sala de espera por el parque. Después, ya se les podía ver pasear por las afueras del pueblo, justo en la frontera donde aparece el nombre de la entrada, como si con ello quisieran volver a iniciar la partida del juego. Poco a poco todo lo que les esperaba y esperaban iba llenando de vida sus frágiles cuerpos. Recibían cada bocanada de aire fresco como una nueva oportunidad Queda tanto por descobrir cuando el tiempo acecha... però el corazón no supo sobrevivir a esa urgencia.
Fet dimarts 18 de maig
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