La profesora llegó al aula puntualmente para empezar el examen con tiempo. Le sorprendió ver a los alumnos sentados, con las mesas separadas por filas y los dosieres encima de la suya. Algo están tramando, pensó en seguida. Hizo el gesto de ir a borrar la pizarra -no sería la primera vez que algún listillo ha dejado apuntado el nombre de alguien importante, una fecha o una fórmula... y el maestro ni se ha enterado- cuando uno de ellos le pidió que no lo hiciera; habían hecho una verdadera obra de arte entre todos con esas letras grafiteras rellenas de colores y otras formas irreconocibles y se lo dedicaban toda la clase porque ese era el último examen y la última clase de toda la secundaria. Se mostraron tan dulces y amables y emocionados, que incluso le pidieron si podía hacerse una foto junto a la pizarra a lo que la maestra accedió con toda gratitud.
De todas maneras, no olvidó que tenían entre manos un examen muy importante en que se jugaban muchas cosas y adelantándose a posibles intenciones, les habló de ser honestos, de no arriesgarse con chuletas o algo que levantara sospechas, que habían otras notas también importantes... Todos la escuchaban y asentían con sus silencios y sus expresiones por lo que se calmó y empezó a repartir los exámenes. A medida que explicaba las preguntas, veía en ellos expresiones de satisfacción que le fueron contagiando puesto que todos los mensajes que recibía era que habían estudiado y ella había hecho un examen justo.
Por si dudaba de algo, el transcurrir de la prueba lo confirmó aún más: No paraban de escribir. Observándolos desde su mesa, veía un movimiento bien coreografiado en cada uno de ellos: primero miraban hacia la pizarra como buscando la respuesta dejando aquella mirada perdida o concentrada en un punto y después, de vuelta al papel, escribían sin parar. Más de la mitad de la clase le pidieron hojas en blanco para seguir rellenándolas con más ideas. Ella les decía en broma:
-No escriban tanto, chicos, me van a matar corrigiendo.
Cuando los miraba así, todos juntos, tan grandullones, se preguntaba si realmente tenía ante sí a una generación fuerte y luchadora y audaz para poder cambiar el mundo. A veces lo creía y se sentía satisfecha de su pequeña contribución, pero otras no veía suficiente capacidad de esfuerzo o creatividad para derribar los muros necesarios.
De ese examen en cuestión, salieron todos con notas medias de sobresaliente -después de haberse pasado más de veintidos horas corrigiéndolo, repartidas en cinco días; agotador-.
Pasaron las semanas, las vacaciones ya estaban tocando a su fin cuando un día recibió un correo electrónico de todos los alumnos en que le adjuntaban la foto que le hicieron en el último examen más una lista larguísima de un código rarísimo, una especie de ideograma en donde se segmentaba el tema de las literaturas de vanguardas, sus escritores y sus obras. En cada dibujo, color, forma... pudo reconocer la gran obra de arte que le dedicaron en su momento y lo comprendió todo. Habían hecho algo casi imposible: crear un lenguaje nuevo, buscar equivalencias, unirse para llevarlo a cabo...
Serán... se le escapó. Cómo fueron capaces de aprenderse ese código tan complicado en lugar del tema en cuestión. Y aún más: cómo fueron capaces de crearlo... En ese momento tuvo claro que estaba ante una generación perfectamente capaz de cambiar el mundo. Bastaría que quisieran.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada