Nadie se creyó que se fuera de casa voluntariamente en plena tormenta para que le partiera un rayo . Había llegado un momento de su deambular por el mundo en que ya nada tenía sentido. Es más, estaba en ese punto en que lo que le rodeaba comenzaba a restar: restaba el sinsentido de ir a trabajar cada día para hacer algo que nunca le había gustado; restaba la indiferencia con su pareja como si la rutina del día a día les hubiera convertido en unos alelados que han olvidado sus nombres y el sabor que dejaban en sus bocas; restaban los hijos, madre de dios! y de qué manera, sobretodo si uno se ha llegado a creer aquello de que son la prolongación de algo tuyo y en realidad con lo que te encuentras es que vives en carnes propias el hacinamiento cerebral que conlleva la falta de compromiso, de entusiasmo, de respeto, de amor... y restaban, por supuesto, las envidias, las chuleces, las mentiras, las injusticias, la rumorología, los abusos de poder... En fin, un montón de cosas.
Mientras se esperaba a que le partiera el rayo, se refugió bajo la copa hermosa de un árbol bien grande preguntándose qué aspecto tendría su cuerpo una vez acabara todo porque nunca había visto cómo quedaba una persona después de una experiencia como esa. A su alrededor no paraban de verse fogonazos de luces como si el cielo jugara con la noche. De repente, de entre las hojas comenzó a brotar un líquido rojizo que se deslizó por todo su cuerpo y que le hacía invulnerable a todo tal y como nos lo ha hecho saber alguna que otra mitología. El caso es que lo recibió con agradecimiento porque en ese momento sintió el alivio que tanto necesitaba. Todo lo que siempre le había preocupado había dejado de ser importante. Fue entonces cuando intuyó el significado auténtico de sentirse partido por un rayo y le pareció la mejor experiencia de su vida.
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