Fue un sábado en la mañana que decidió dejar de ser mayor. Estaba harta de tantas obligaciones; harta de pelearse por todo; harta de escuchar tantas memeces en el nombre de la buena educación, de lo que se espera de uno, de lo que no se espera; estaba harta de sentir el peso de la vida que para quien no lo sepa llega en formato de agua que no sólo te puede ahogar, sino que te aplasta, te diluye, te enturbia... aunque también te transporta. Y eso es lo que hizo llegado ese punto de su existencia: dejarse transportar. Total, si ya se había ahogado, no tenía nada que perder. Así fue como el agua empezó a fluir por todo su ser hasta formar parte de ella y se dejó llevar por una corriente desconocida que la condujo a otros mundos de bellezas exquisitas, de vaivenes amorosos y, por primera vez, después de tanto tiempo se sintió acunada, querida, acompañada... Era tan reconfortante que en pocas semanas ya se había reconstruido a si misma.
Un día, de improviso, sintió como las aguas que la acompañaban iban tomando velocidad, tanto que se formó un torrente indomable que la obligaba a ir hacia una dirección determinada. Entró en un túnel. Intuía que algo estaba a punto de suceder. Entonces lo vio: un agujero, una especie de pozo o algo parecido. Y reconoció ese lugar: había estado allí en otro tiempo, justo antes de convertirse en ese ser que había sido antes de ser agua. En ese momento vio la luz. Sabía que la esperaban. Y también sabía que tenía pocos minutos para decidir, para actuar... porque esta vez no estaba dispuesta a dejarse engañar.
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