Estaba buscanco un trozo de tierra que no fuera ni fértil ni tuviera posibilidades de hacer crecer o rebrotar nada, ni siquiera una mala hierba. Pensaba cuál sería el mejor lugar, pero en seguida se dio cuenta de que no es nada fácil encontrar algo sin capacidad de crear vida porque incluso el desierto acoje a los escorpiones y a las serpientes.
Así las cosas, se pasaba las horas recorriendo mentalmente el planeta hasta que dio con el lugar ideal: los alrededores de una tierra devastada por unas pruebas nucleares. Seguro que los niveles de radioactividad quedarán por los siglos de los siglos, pensó, suficientes para que pueda enterrar mis cuatro secretos incómodos y una vergüenza.
Tardó pocos días en localizar una zona de esas características y se puso en marcha. Llevaba los cinco paquetes bien envueltos en un material aislante. Una vez llegó, se dispuso a hacer un gran agujero confiando que sería coser y cantar, cuando con gran sorpresa se encontró el lugar ocupado por otras personas que habían enterrado allí secretos que querían olvidar y que se habían quedado atrapados en ese propósito. Los vio hechos un ovillo con sus cajitas escondidas contra su cuerpo, ausentes de la vida que transcorría más allá de sus temores y se dijo a sí mismo que enterrar los sufrimientos era una manera de enterrar una parte de uno. Qué fastidio! No había contado con ese tributo. Ya no estaba seguro de si era una buena decisión, pero volver con ese peso a cuestas el resto de su vida tampoco le parecía una buena idea. Entonces miró hacia arriba: había tanto espacio en ese azul inmenso... Mirándolo con atención uno tiene la certeza que puedes ir de aquí para allá sin que sientas ahogo. El aire calma la sensación de vacío y la gravedad hace que te sientas a flote. Decidido, pues, desenvolvió sus cuatro secretos y su vergüenza, los miró cara a cara con compasión y los dejó volar. Sin explicarse por qué, él también sintió esa levedad en su ser como la que te da el desalojo de una casa cuando te vas a vivir a otra parte.
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